Tanto la administración trumpiana de Estados Unidos como el gobierno de Peña Nieto apuestan de dientes para afuera que quieren una negociación rápida del TLCAN y tratan de convencernos de que así será. Pero existen elementos para dudarlo. Nos preguntamos si Trump va a dejar pasar una negociación exitosa cuando él mismo se ve comprometido a derrotar el TLCAN, al haberlo estigmatizado durante su campaña y después como un verdadero “desastre”.
Aparte de que un narciso sociopsicopático del tipo de Trump cuando se ve acorralado tiende a buscar chivos expiatorios para exculparse de sus errores y derrotas políticas internas. Y para ese propósito suelen buscar al eslabón más débil de su cadena de poder para simular que no todo está perdido, y ese eslabón débil en su opinión desquiciada podría ser el gobierno mexicano.
Debida cuenta de la obsecuencia demostrada por los representantes del gobierno mexicano en sus muy frecuentes visitas a Washington, acompañada de una política de apaciguamiento orquestada por Videgaray. Digamos que la debilidad percibida en los interlocutores retroalimenta en el sociopsicópata la convicción de que los interlocutores no han cedido suficientemente y eso le valdrá para rechazar unilateralmente lo negociado en torno al TLCAN.
Tal y como hizo con el Acuerdo de París sobre Cambio Climático y con la OTAN en lo que respecta a su artículo quinto del tratado del Atlántico del Norte que establece que una agresión a cualquiera de sus miembros es una agresión contra todos. Podemos suponer entonces, que es probable que Trump retarde la negociación del TLCAN para obtener mayores concesiones que le permitan justificarse ante su opinión pública por su coherencia con sus promesas de campaña.
En ese sentido, cabe constatar que el presidente de Estados Unidos cada día es más débil por su cúmulo de errores a partir de su prepotencia narcisista, y por la enemistad de los medios estadounidenses que asumieron la declaración de guerra que les hizo Trump. Pero también de buena parte de la opinión pública estadounidense que ahora suma a la gran mayoría de la gente que votó en su contra con aquellos que han descubierto que fue un error votar por semejante iletrado.
Trump ya es el presidente más impopular de la historia de Estados Unidos. Nunca una administración norteamericana se había desbarrancado tan rápido por su evidente ineficiencia y las inevitables contradicciones internas de un gobierno plagado de narcisos probados rivalizando y sin la menor experiencia de gobierno.
El neofascismo -y el trumpismo no es excepción- siempre ha tenido una carga explosiva por la gran ignorancia de sus componentes y partidarios, con su cauda de prejuicios raciales y sociales que pretenden convertirse en ideología dominante. Los neofascistas tiende a la simplificación de la realidad en términos maniqueos y la complejidad del mundo los aterra e impulsa a buscar soluciones de abierto terrorismo o siembra del terror para intentar mantener la disciplina de sus seguidores y la inoperancia de sus enemigos. Pero los límites no tardan en aparecer. Y en el caso de Trump, tanto dentro como fuera de Estados Unidos, todos los días aparecen muestras de que parece políticamente condenado a ser destituido.
Ciertamente, el 40% de los ciudadanos estadounidenses que votaron por él -con un buen número de neofascistas entre sus filas- siguen convencidos de que hicieron bien y han decidido negar todas las pifias de su líder, por más que algunos seguramente ya empezarán a preguntarse cuál es el sentido de casarse con un perdedor que no cesa de cavar su propia tumba. Sobre todo en un país donde ser “un ganador” es prerrequisito de aceptación social; más allá, Trump ganó la elección, entre otras cosas, porque logró hacerle creer a mucha gente que era todo un ganador como comunicador y como hombre de negocios.
Pero la historia sigue su curso y la trama de la posible intervención de Rusia en las elecciones que llevaron a Trump al poder también sigue su curso. Incluso es posible y hasta necesario plantearse si el neofascista terminará su primer término de gobierno de cuatro años. Todos los días el escándalo de la conexión de su equipo y de miembros de su familia con funcionarios, diplomáticos y agentes de inteligencia rusos vuelve a plantear si no existen elementos para promover un juicio político en su contra para destituirlo. Ya se tienen elementos para demostrar que incurrió en obstrucción de la justicia. Haber corrido al director del FBI resultó ser un error garrafal y ahora, gracias al defenestrado James Comey, sabemos que Trump es un gran mentiroso.
Al parecer existen tres posibles maneras de sacar a Trump de la Casa Blanca: la primera y más conocida ruta sería la destitución por juicio político –impeachment-: una mayoría en la Cámara de Representantes acusaría a Trump de “delitos graves y por delitos menores”; y después una mayoría de dos tercios en el Senado lo condenaría destituyéndolo. Para esto se requeriría del voto de todos los demócratas en ambas cámaras y del apoyo de 20 representantes republicanos y de 18 senadores republicanos. Lo cual permite pensar que es casi imposible que un número semejante de legisladores republicanos se sumen al proceso. Pero no descartemos que los resultados de la investigación sobre la intervención de Rusia en el triunfo de Trump puede cambiar la relación de fuerzas. La segunda vía sería la descalificación del mandatario por una incapacidad demostrada para ejercer su función –sea por problemas neurológicos o algún otro tipo de demencia-, sería por petición del vicepresidente junto con el gabinete o por el Congreso. Y la tercera vía sería por su renuncia al cargo después de ya no soportar la presión de la investidura mala habida y peor utilizada.